Un gato, salido de no se sabe dónde, rayo con pelos, atraviesa entre los automóviles la Via Garibaldi, perdiéndose por la de La Scala. Es el primer gato que veo en el barrio, pues aun en la noche casi ninguno hace ahora su aparición entre los restos de comidas arrojados por las trattorias y restaurantes. Repito y compruebo la desaparición alarmante de los gatos en Roma. Antes, bajo la ventana de mi cocina, desde la que se ve una oleada rítmica, y en que diferentes planos, de pálidos tejados maravillosos, dábamos de comer todos los días a más de 20 gatos de todas las edades y tamaños. Las tiernas, y a la vez feroces palomas, descendían de los tejados altos y chimeneas a mezclarse entre el agitado gaterío para aprovecharse de la comida. Siempre observé a los gatos deseosos de merendarse una paloma. Pero éstas los amedrentaban a sacudidas de aletzaos, que los gatos recibían sorprendidos. A Baudelaire le hubiera entusiasmado aquella escena. Aunque más le hubiera divertido, quizá, ver una jauría de perros sacados los ojos por los gatos. Pero en mis tejados no queda ni uno. Ya no escucho desde mi cuarto su desgarrado y doloroso amor, lleno de maullidos y silencios impresionantes. Eran batallas nocturnas, crispadas de celos y ensañadas persecuciones, a veces todo presidido por una pálida luna asombrada, mientras los millones de ratas romanas apretaban su terror en las cañerías rotas o en las bocas calladas de las alcantarillas. Ahora he visto, alguna vez, salir ratas de ellas y atravesar, tranquilas aunque sigilosas, la calle, en la pausa impuesta por algún semaforo a los automóviles, yendo a buscar algo que les interesaba en el cordón de la acera de enfrente, volviendo, veloces, a la boca de donde habían salido. ¿Qué será de Roma sin sus gatos? Creo que a cada habitante de la Santa Urbe le corresponden no sé cuántas docenas de ratas. Desde hace tiempo, durante mis últimas y breves permanencias en Roma, me he soñado comido por las ratas, anidadas las cuencas de los ojos de los ratones. Yo miro y miro ahora desde la ventana de mi cocina y sólo veo siempre esa alta oleada de tejados inmóviles, sin aquella atropellada gracia de los gatos que corrían saltando, audaces, sin peligro, de las cornisas a los balcones al filo de las terrazas, para tomar su puesto a la hora de la comida. ¿En donde se hallan hoy? ¿A donde se llevaron a todos aquellos decorativos y maravillosos que poblaban el Foro Republicano, en el centro de Roma, coronando columnas y capiteles, sentados sobre los pórticos caídos, entre la maleza de todo aquel embarandado recinto, desde donde la gente de la calle y los asombrados turistas contemplaban cómo, sobre todo las caritativas ancianas, los alimentaban, llenas de ternura y devoción, tirándoles atinadamente la comida? Me dijeron que a muchos los habían llevado al Teatro Marcello, pero allí no pude notar que hubiesen aumentado, sino que estaban los de siempre, algunos enfermos de los ojos, y recibiendo el alimento diario de mano de sus protectoras ancianas.
En el mes de mayo de 1943, el ministro de Agricultura, fascista, decretó que los gatos vagabundos no se alejasen más de 500 metros del lugar donde en donde habitaban. Pero en 1959 el ministro de Agricultura, ya del Gobierno democristiano, redujo la distancia a 200 metros, es decir, que los pobres gatos romanos perdieron con el advenimiento de la democracia 200 metros de expansión. Me marcho..., aunque preguntando antes con profunda melancolía y tristeza: ¿dónde están los gatos de los tejados y calles de mi barrio, dónde aquellos que simpre contemplé entre las ruinas ilustres de Roma?
Por razones que me obligaron a quedarme en Italia, regreso a Madrid sin haber asisitido al Encuentro Internacional de Poetas en la Unión Sovietica. Como siempre, la más preciosa de las azafatas está explicando ahora las posibilidades de salvarse de la muerte si el avión se precipitara desde los cielos...
No hay comentarios:
Publicar un comentario